
La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, recoge a lo largo de sus 30 artículos, derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. A su vez, estos Derechos precisan algunas características irrenunciables: son universales, indivisibles, inalienables, intransferibles e imprescriptibles.
Sin embargo, ninguna de todos estos atributos son suficientes. Los Derechos Humanos sólo cobran sentido cuando adquieren contenido político. No son los derechos de los seres humanos en la naturaleza, ni son los derechos divinos otorgados por un orden superior sagrado, tampoco se trata de la contraposición de los derechos de las personas respecto a los derechos de los animales. Son los derechos de los seres humanos en relación con sus semejantes: son los derechos de los seres humanos en sociedad. Por tanto, están estrechamente vinculados a la noción de ciudadanía; forma de identidad política que se identifica, entre otras cuestiones, con los principios de la democracia.
Será por eso que desde 1948 a la fecha, a la condición de “humanidad” y de “ciudadanía” no le bastó con una Declaración Universal sobre los derechos de las personas en relación con sus semejantes. A lo largo de más de seis décadas se han celebrado convenciones, pactos, tratados, principios e informes sobre sobre los derechos de las mujeres, indígenas, afrodescendientes, niños y niñas, lesbianas, gays, transexuales, travestis e intersexuales, cuyos derechos parecen requerir de mayores batallas por nunca terminar de encajar en la calificación de universal y/o de humanos.
Por otra parte, y siguiendo la línea de las pertenencias (y fragmentaciones) dentro de los Derechos Humanos se reconocen a los derechos sexuales y los derechos (no) reproductivos. Y si bien existe una ansiedad clasificatoria por ordenar los derechos humanos en tanto civiles y políticos o económicos, sociales y culturales, entendemos que tanto los Derechos Sexuales como los Reproductivos, cabalgan en esas dos monturas. Por un lado no se puede hablar de ninguno de ellos sin pensar en el ejercicio de la libertad y la autonomía de los propios cuerpos; y por ende entender que el Estado no debe cercenar y ni obstaculizar esa libertad y autonomía, ya que estaría sometiendo a sus ciudadanos a un trato cruel inhumano y degradante. Por otro lado tampoco se puede hablar del ejercicio de esos derechos sin contar con el acceso a los recursos públicos en materia de salud, educación, y justicia, dado que en este caso el Estado debe garantizarlo.
La vigencia de la penalización del aborto, la omisión del tratamiento del proyecto de legalización de la interrupción del embarazo, y la postergación permanente de la reglamentación del artículo 11 de acceso a la salud de la Ley de Identidad de Género, ya no son “deudas pendientes” del Estado. Por acción u omisión, se trata de violaciones de los derechos humanos; que nos recuerdan todos los días que podemos celebrar nuevos acuerdos y documentos, sabiendo que, aunque presentes en innumerables discursos, los derechos humanos tienen como destino ser campo de lucha.
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